El anciano del autobús que me vendió una máquina de energía infinita

Recién cumplidos los 18 empecé a trabajar como vendedor a puerta fría.

Como aún no tenía carnet de conducir, mucho menos coche, me movía en autobús todos los días. Y créeme, en un autobús pasan más cosas de las que te imaginas.

Siempre solía coger la línea 21, pero aquel día terminé en el 31 por una razón que ya ni quiero recordar. En una de las paradas subió un anciano con un árbol de Navidad de plástico (era septiembre, ojo) que casi era más grande que él, además de una mochila cargada hasta arriba.

El tipo decidió sentarse justo delante de mí. El bus estaba vacío, pero allí lo tenía, de frente.

Los autobuses son como los urinarios públicos: casi todos huelen a meado, se mueve mucha droga y, si estando vacío alguien se coloca a tu lado, se la quieren medir contigo.

Yo iba en mi mundo, con los auriculares puestos, mientras notaba cómo el viejo no dejaba de mirarme. Tras un pequeño duelo de miradas, lo veo —no lo escucho— articular una palabra.

«¿Me ha dicho algo?» —pregunté, quitándome los cascos.

«¿A qué te dedicas?» me lanzó sin rodeos. Tenía sentido: un chaval trajeado en un autobús vacío llamaba la atención.

«Soy vendedor» —respondí. Y sin pensarlo añadí: «¿No serás autónomo?».

Yo solo vendía a autónomos y empresas, y cualquier conversación podía convertirse en unos cuantos cientos de euros. No preguntar habría sido no hacer bien mi trabajo.

«No, estoy jubilado. Hace seis años me retiré después de trabajar más de tres décadas como ingeniero industrial en una multinacional chilena.»

«¿Y tu hijo?» —insistí. Por narices tenía que conocer a algún empresario.

«Tampoco» —respondió, antes de continuar con calma.

«Quizá tenga algo que te interese: durante mi estancia en Chile me encomendaron la tarea de optimizar un proceso industrial… y logré ahorrar varias toneladas de acero.»

«Interesante… ¿y por qué debería eso interesarme?» —pregunté, ya sospechando que vendría con algún producto o servicio que querría que yo comercializara.

«Porque descubrí la forma de generar energía infinita.»

«¿Cómo?» —le pregunté, abriendo los ojos como platos.

«Sí» —dijo, con total seriedad.

Yo era (y sigo siendo) un friki de la ciencia. Sabía perfectamente, por pura termodinámica básica, que aquello era imposible. Pero reconozco que, en ese momento, la conversación me resultaba mucho más entretenida que seguir escuchando a Lil Wayne durante el trayecto.

«Explícame cómo. Y, de paso, cómo es que viajas en autobús en lugar de en tu propio jet privado con semejante descubrimiento.»

«No puedo darte detalles. Pero es cierto. Estoy buscando a alguien que quiera invertir en el proyecto. Quizá tú podrías ayudarme a encontrarlo.»

«Sin detalles no voy a moverme»

El anciano sonrió y sacó un papel arrugado del bolsillo.
«Mira, te voy a escribir un acertijo de álgebra y mi email. Si lo resuelves y me envías la respuesta correcta, te lo contaré.»

Me dejó el papel con un enigma enrevesado —de esos de «El padre de Juan tiene 30 años más que la tía de Jose…»— y se bajó en la siguiente parada.

Nunca resolví aquel acertijo. Ni siquiera conservé el papel.

Pero lo cierto es que, ocho años después, aún recuerdo al anciano que intentó venderme un producto imposible de existir.

No vendió nada… pero si lo que hubiese ofrecido no desafiara las leyes básicas del universo, estoy seguro de que le habría contactado otra vez.

¿Qué tiene que ver esto contigo y con tu negocio?

Muchas marcas intentan mostrarse perfectas, pulcras, impecables. Y en esa obsesión por la perfección terminan siendo previsibles, aburridas, olvidables.

El anciano del autobús me demostró lo contrario: no tenía un producto real, no tenía credibilidad. Joder, ni siquiera un buen contexto. Pero su historia era interesante, diferente, imposible de ignorar. Y eso fue suficiente para que se grabara en mi cabeza durante casi una década.

Las marcas que se atreven a contar algo atractivo, memorable y con personalidad no siempre serán perfectas… pero sí serán recordadas.

Y al final, una marca olvidable nunca vende. No construyas una marca olvidable.

Cinco años después de aquella anécdota monté una empresa con una máxima muy clara: ayudar a las marcas a ser memorables y diferentes en su sector, para que en plena era de la información arrasen con su competencia en ventas, atención y beneficios.

Si quieres que tu marca sea de las que se recuerdan, cada día mando un email con un consejo sobre marketing y ventas a cientos de empresarios y emprendedores.

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